Nunca pensé que lo diría, pero Mujica tiene razón. Los comentarios de Luis Alberto Lacalle en referencia a que no se debería invertir en el país hasta que se conozcan los resultados de las elecciones, son sin duda el peor tipo de campaña electoral posible (y cuando digo peor, me refiero a peor para el país): el terrorismo electoral.
¿A qué me refiero con terrorismo electoral? A los comentarios que apelan a ilustrar como una serie de sucesos 'terribles' ocurrirań si gana tal o cual candidato. Más allá de que se pueda o no compartir la visión de Lacalle sobre el peor escenario que presenta Mujica para las inversiones de capital, hay cosas que son claras y que -a mí gusto- hacen que esto pueda verse como terrorismo. Por un lado está el hecho de que aún con la mayor voluntad del mundo, este país no se va a constituir en un socialismo del día a la mañana. Más aún, con Astori y Asamblea Uruguay a cargo de los órganos de conducción económica y financiera (como sería en un eventual gobierno de Mujica), todo hace pensar que las políticas en la materia seguirán como hasta ahora, que puede decirse fueron muy similares a las políticas que conocimos en los gobiernos previos al actual.
¿Por qué estos comentarios son nefastos para nuestro país? Porque con esto se busca profundizar la brecha entre 'unos' y 'otros', polarizar a la población diciendo "aquel candidato va a traer catástrofes" y por lo tanto dando de alguna manera motivos para que simpatizantes de distintos candidatos dejen de aceptar a simpatizantes de otros candidatos y por lo tanto, a menoscabar la esencia misma de la democracia: la tolerancia hacia las ideas de todos, por diferente que sean a a las nuestras.
Lacalle no es ningún bebé de pecho, sabe cual es el rédito político a sacar de estos comentarios y los hace a sabiendas. Lo que Lacalle no quiere ver o quizás ve pero no le importa, es que el daño a largo plazo que se le hace a la institucionalidad (por la falta de tolerancia) y al sistema político (pues Mujica, presidente o no, será -y posiblemente ya es- uno de los interlocutores políticos más relevantes que tiene el país).
Entonces surge la pregunta clave de todas las campañas políticas y que se hace más importante en vista de la sucia campaña electoral que se nos avecina (por los discutibles pasados de los candidatos favoritos): ¿Hasta dónde puede ir una campaña electoral diciendo cosas (aún cosas que se consideren verdaderas) sin que esto repercuta negativamente sobre el mismo sistema democrático? ¿Hasta dónde consideran los políticos el daño permanente que se causa por ciertos comentarios hechos con el fin de obtener un rédito político?
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